La cosa empieza así: Una mirada barriendo todas las sillas
alrededor en busca del encuentro con un par de ojos atentos. Si nos mantienen
la mirada, listo, inclinamos la cabeza haciendo un ademán a modo de invitación,
de respuesta un movimiento de aceptación o con suerte una sonrisa. Cruzamos la
pista a su encuentro, extendemos el brazo y nos ubicamos para partir.
En nuestros brazos una mujer, sintiendo, respirando, con los
latidos palpitando casi dentro de
nuestro pecho y transmitiéndonos emociones sutiles que va extrayendo de la
música que nos invade. Termina todo con el silencio. Hemos mantenido entre
tango y tango escuetas charlas a modo de pausa, de regreso a nuestra atalaya
repetimos el ritual.
¿Con quién bailamos?
Su nombre, o no lo preguntamos o no nos acordamos, ¿En qué trabaja? Lo
ignoramos, ¿Le gusta el cine?, ¿Leer libros?, ¿Vive cerca o lejos?, ¿Tuvo un
buen día?, ¿Es casada, viuda o divorciada? No lo sabemos y no nos importa.
Entonces con quien estuvimos esos 10 minutos, recordamos que era rubia o
morena, que tenía un lindo abrazo, que te conmovió en aquel giro y que de
cuando en cuando apretaba fuertemente su mano a la nuestra, recordamos que
bailaba en su eje y sabía esperar, pero contenía una fuerza impetuosa en su
pisada que nos gustó mucho. Podemos recordar hasta su respiración que la
sentimos en el pecho y en el cuello por su aliento.
Otro día, en el mismo lugar o en otro distinto, no importa,
la ubicamos nuevamente, pero esta vez esperamos a una buena tanda, repetimos
nuevamente la invitación ocular y ella ya no nos esperó sentada sino que se
puso de pié y dio dos pasos impaciente. Encontraste esta vez también emociones
placenteras, su corazón estuvo acelerado y el tuyo respondió a todos sus
latidos. No nos equivocamos en la tanda, notamos que está disfrutando de la
música, y a la tercera canción nos
aventuramos a enredar más los pasos y nos responde, y cuando no, sale airosa
con un adorno. ¿Nos dejó esta vez un detalle nuevo de quién era ella? No, nos
dejó una sonrisa y reveló nuevos detalles de su capacidad en la pista.
Con el tiempo ya nos habíamos aprendido el nombre, bien
porque algún amigo nos lo había dicho, bien porque al repetir casi exactas
conversaciones en las pausas lo habíamos aprendido. Pero, a pesar de saludarnos
de beso en las milongas, ignorábamos todo lo demás. Entre nosotros sólo
habíamos aprendido las tandas que nos gustaban bailar y a lanzarnos miradas
cómplices cuando alguien se nos adelantaba a sacarla a bailar justamente cuando
tocaban esas orquestas. La amistad llegaría pasado mucho tiempo, cuando
coincidimos en alguna clase, o en la fiesta de amigos comunes de la milonga
donde el ambiente propiciaba la conversación y también permitía buscar un trozo
de pastel o una copa juntos.
Ahora somos amigos, idénticas relaciones amistosas se forman
entre los milongueros, primero nos conocemos en un abrazo y dejamos que
nuestros cuerpos conversen a ritmo de tango. Después llega la historia y la
cabeza. No hemos perdido, eso sí, el ritual de miradas que realizamos desde
nuestra atalaya en la milonga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario