Te pusiste de lo más guapa para ir a la milonga. No es que
necesites demasiado para ponerte linda, es que te interesa entrar en personaje.
Tienes en tu armario, además, una pequeña colección de objetos que con el
tiempo se han ido, como el tango, metiendo de contrabando.
Con los Zapatos estuviste de lo más clara, los mandaste a
hacer a la medida y a tu gusto, fueron los primeros, tal vez, muy sobrios y
cerrados esos con los que aprendiste a bailar y que al final de tanto darle
terminaron jubilados. Es que al principio sentías vergüenza y tu seguridad en
la pista era mínima. Además no tenías idea de lo importante que era anunciarte
y resaltar. Ya los últimos fueron coquetos, producto de investigación profunda
y desvelos sesudos, diseñados por tu deseo de lucirte en la pista. No
regateaste en detalles, desde los prácticos: comodidad para darles uso unas
buenas horas sin parar, una suela que deslice bien para realizar ochos a
velocidad y adornos, un taco a la altura exacta que mantenga tu equilibrio
entre tus formas y tu eje, y la seguridad en su calzada con correas que adornen
y sostengan bien para la que baile seas tú y no tus zapatos; hasta los
estéticos: el color o combinación de colores para jalar la vista de próximos
bailarines, la forma del taco que insinúe una fragilidad que ilusione a los
bailarines de tu falsa docilidad, todo con el fin de trasmitir tu personalidad
en el trance tanguero, que tus pies se vistan de lujo al dibujar por el aire y
por el suelo caprichosas figuras, y que cuando estés sentada esperando bailar llamen la atención
apuntando directamente a la víctima que elijas para la próxima tanda.
Los vestidos fueron otro cantar, no sirvieron de mucho esos
de coctel que te encorsetaban toda. En tu estreno, mientras intentabas que no
te abracen muy de cerca y tratabas de adivinar el siguiente paso sentías que de
a pocos te hacías un lío, claro, el movimiento, la tela que no ayudaba, el
armado, los nervios, el calor, la vergüenza y tus mirones cuando acabó la noche
terminaste hecha un nudo sin entender porque si antes de salir de casa te
habías visto arrebatadora en el espejo, terminaste en la puerta de la milonga
como un ovillo mal enredado.
Tu segundo intento con vestido de Lycra y pegado no estuvo
tan mal, solo trabajoso, pues si bien
llamaste la atención de la platea masculina y te sacaron mucho a bailar, te
tenías que estar acomodando a cada momento tanto los altos como los bajos. Y
como tu horas de vuelo no eran muchas por entonces no sabías como dar los pasos
sin que el vestido revele tus espacios prohibidos. Otra noche más sin poder
entrar en personaje.
Decidiste de una vez, y por esa rebeldía propia, dejar de
ponerte tanguera y comenzar a bailar tango, por un tiempo asististe en pantalones
y blusas. Te fue bien, bailaste con tus compañeritos de clase y algunos amigos
que conociste en tus primeras incursiones y pudiste en ese tiempo aprender
mucho en la milonga tanto en la pista como sentada admirando a bailarines y
bailarinas, te desarrollaste y conociste el juego.
Ya sabías de qué se trataba, tus habilidades mejoraron al
igual que tu confianza y los habitués con los que bailabas ya eran una barra
respetable. Volviste entonces, con la experiencia ganada, a volver a intentar
vestirte de tango, paseaste por las tiendas y fuiste a una modista, jugaste un
poco frente al espejo, hiciste unos ochos, otros ganchos, giraste y preparaste
adornos. Te gustó verte tan femenina. Y al llegar a la milonga, en un segundo
estreno, notaste las miradas de los demás sobre ti, no era únicamente el
vestido sino la postura y la actitud completa la que te vestía. Lo sentiste al
bailar cuando no te corrías del abrazo, sino que te entregabas y hasta
intimidaste a algunos con tu intensidad y la libertad de tus piernas, en el
amplio espacio del vestido, te permitieron movimientos más ágiles y llenos de
gracia. Las pocas veces que te sentaste esa noche te sorprendiste en posturas
delicadas y a veces sensuales haciendo lo impensable, rechazando invitaciones al baile por cansancio y coquetería. Jugaste
con tu feminidad, como redescubriéndola, y exageraste a veces, pero lo
importante es que entraste en personaje y disfrutaste mucho de la experiencia.
El maquillaje, los accesorios y el pelo fueron mutando hasta
que te definiste, no te pintabas mucho para no dar una apariencia recargada, ni
porque el sudor del abrazo caliente haría hacerte y deshacerte a cada momento,
los accesorios los decidiste sencillos porque no querías bailar y a la vez
sonar como si tuvieras cascabeles. El peinado fue algo a lo que renunciaste
pues acababas siempre con una cola. Tus mejores armas se convirtieron en una sonrisa
constante, unos ojos atentos y un abrazo amable.
Aún en el pórtico de entrada, mientras un violín se
desangra, un bandoneón marca los tiempos y el piano juguetea en un tango, te
veo y recuerdo tu inocencia primera. Suspiras, caminas hacia la barra y cruzas
las piernas, como desde esa noche hasta ahora, vestida de tango.
Escrito por: Julio Alosilla
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